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De Linyera a estanciero… por: Miguel Andreis

“Ese viejo hijo de …”

14 de septiembre de 1971. La sala velatoria de Manelli, ubicada provisoriamente, en Bulevar
Vélez Sarsfield al 1200. El viento daba saltos y desparramaba el agua que se juntaba en las veredas. Una mujer de tez oscura, baja y excedida de peso, que a simple vista andaba por los setenta largos, respondía con tono cortante a los escasos visitantes que llegaban. Con tono cortante Margarita Funes contestaba: “Sí, aquí velan a ese viejo de mierda…”. Era la voz de la suegra. En la pizarra figuraba- Oreste Taubuk, 92 años- (copete)

Escribe: Miguel Andreis

Ni una sola lágrima en el recinto. En el punto más alejado de la sala se encontraba Beatriz Iris Funes, arrugada, portando su anatomía como un collage de frustraciones; leía una revista ajena a todo… Era la esposa del occiso. Saludaba sin moverse. Inmutable.
Oreste Taubuk nació en Argentina. Sus padres provenientes de Ucrania. De oficio panadero-repostero. Se radicaron en San Francisco. De Mocetón el muchacho comenzó a demostrar una conducta agresiva. Debió irse de la ciudad luego de dar una tremenda golpiza al cura párroco. Nunca se supo el motivo. Villa María lo recibió. Oreste, un muchacho musculoso, rubio y de ojos claros. Otro acto de violencia y calabozo. Tomó la determinación de irse en soledad a buscar el futuro. Tranco sobre tranco, cruzó campos y poblados. El sol de la siesta se convertía en una lanza de sed. Un sulky se detuvo. Un italiano, don Jerónimo Agustín Bonaldi torció el sombrero hacia atrás y preguntó si precisaba algo. Oreste apenas murmuró “no, gracias”; el conductor no se quedó con eso “lo llevo amigo… vamos que a esta hora solo andan las iguanas”. Estaban a tres leguas de Cintra. El campesino hablaba un mal castellano. Oreste cortaba las frases. Le comentó: “Ando buscando trabajo… de lo que sea. Tengo que comer”. Jerónimo fue concreto: “Me está haciendo falta gente para alambrar. Estamos armando un tambo. Si quiere, casa, comida y unos pesos seguros va a contar”.

Al llegar a la chacra, salió Rosa (Clara Goroso), esposa del patrón. Ella, cachetes rosas, senos pronunciados y ojos celestes, que, como su marido, deberían rondar los cincuenta y pico. Jerónimo lo acompañó hasta el galpón donde estaban los demás trabajadores. Le acercaron un plato con gallina hervida -ya fría- y una jarra con agua. La bebió en segundos. Repitió una segunda. Las primeras semanas todos los trabajos más pesados iban para Taubuk. Ni el mínimo gesto de desaprobación. Rosa lo observaba desde lejos. Era diferente.

Él aprendió rápidamente a montar. A armar caronas y sobar cueros. Don Jerónimo le pide que acompañe a la “patrona” hasta el pueblo. Cintra era el poblado más cercano. Él en silencio absoluto. Rosa llevaba las riendas; ya entrados
en el polvoriento camino le entregó media docena de empanadas envueltas en un repasador. “Tómelas, se las guardé para usted”, expresó mirándolo. Oreste rehusó en un primer intento. Luego se las devoró. Ambos comprendieron que la piel les estaba denunciando algo… solo eso.
Bonaldi le compró ropas. Calzados. Comenzó a apreciarlo. Oreste esperaba el final de la tarde para
cambiar algunas palabras con el patrón, quien le comentó que ya tenía casi cerrado la compra de un campo vecino. Así fue. Ahora concentraban 830 hectáreas. El italiano tan rudo como confiado, casi no se dio cuenta cuando un toro recién traído de Marcos Juárez, lo apretó contra los postes esquineros.

La punta del cuerno se le metió en el hígado.

Falleció esa misma noche en el Sanatorio Mayo de Villa María. Jerónimo se alejó de todos y lloró. Lloró en soledad. Se había encariñado con ese hombre tosco como él. Rosa, sola y sin hijos presintió que todo se complicaría. Quedaban varios documentos que pagar. Ochos meses después frente al Juez de Paz de Cintra, Rosa Goroso, viuda de Bonaldi, contraía matrimonio con Oreste Taubuk. No hubo tiempo ni intenciones para festejos. El tambo comenzó a generar cada vez mayor producción. El trigo y la alfalfa se rotaban. Al año y medio cumplían con el último pagaré. El campo ya estaba a nombre de ella. Allí todo era efímero. Rosa enfermó de un tumor. El final llegó al galope. La mujer fue previsora. Todo quedó bajo la potestad de él. Rosa expiró a los cincuenta largos. Ella había contratado para tareas de la casa a Margarita Funes, una correntina que tenía una hija natural, Beatriz Iris, con catorce recién cumplidos. Morochita de generosa anatomía. Jerónimo nunca reparó en la niña. Una siesta sintió que unas manos se deslizaban suavemente por su espalda. Oreste ni pensó en la edad de la joven. Eso se fue repitiendo.

Su madre alentaba esa relación

La afición por la ginebra fue en aumento, un día sintió que, en la parte derecha a la altura del estómago, se le ponía como una piedra. “Es una pancreatitis fulminante”, diagnosticó el galeno del Sanatorio Mayo. Margarita al enterarse no esperó demasiado: “Mire patrón… el médico dice que esto es complicado. No lo tome a mal, pero pienso en todo lo suyo… Sé que usted y ‘Beatricita’ tienen cosas… la veo cuando va a la pieza. No me gustaría tener que hablar de esto. Pero…”.
Estaba todo dicho. Él le llevaba casi cuarenta años a la adolescente. Dos días después en el Sanatorio un escribano y la jueza de paz, firmaban la unión en matrimonio del ucraniano y la joven. Margarita debió rubricar el acto, esperaba ansiosa el desenlace. Pasó una semana, dos, tres, y cuando reparó, el “yerno” le había escapado a la cirrosis y estaba de nuevo en acción. Ella envejecía esperando que su hija, que también veía como se le aflojaba la piel, enviudara. El viejo, alertado, nunca les permitió tocar un peso, y a la joven esposa le tenía prohibido hablar con los peones o ir sola al pueblo. En más de una ocasión la silenció a cachetadas.

La niña dejó de ser niña, y viajó hacia la vejez en forma presurosa. Su madre comprendió el fracaso de su apuesta. Oreste Taubuk falleció a los 92 años. De viejo nomás. A su esposa le dejó solamente una parte del campo, la otra fue donada a la Casa Cuna de Córdoba. Margarita, ya con dificultad para moverse, casi ciega y asqueada de odio, seguía recibiendo a las visitas y diciendo: “Sí, en la sala 2 están los restos de ese viejo hijo de puta…”.