Crónicas urbanas de la villa
Drogas y los muertos que no murieron…
Escribe: Miguel Andreis
El abrazo fue efusivo. Las canas les había ganado la carrera. Los ojos vidriosos para dos hombres que cruzaron las fronteras de la temeridad. El Negro estaba algo más cargado en kilos. El Norú supo que los músculos también comienzan con los años a jugar a las escondidas. Se tocaban con indisimulado afecto. El Negro recién llegado del norte, con acentuación de la tonada. La tercera silla que se puso en la mesa fue la de Benavidez. Cuando me invitaron a compartir, acepté, solo que tiré el asiento un poco más alejado, no quería perderme la gestualidad que dibujan tanto como las palabras. La última vez que los había visto juntos fue a fines de los ochenta, tal vez a principios de los noventa. Dos tipos considerados “duros”
Del caso poco se supo…
Por entonces, los tres laburaban en la Policía. No lo decía pero era fácil suponer que se trataba del área narcóticos. La “merca” en la villa se tomaba para los uniformados como un incipiente problema. Tal vez ya, no era tan ínfimo o de paso como se lo afirmaba. Norú estuvo en Buenos Aires trabajando para los “servicios”. Conocía el paño. El Negro por su parte se lo consideraba porque era de los que caminaba la calle. Es decir. Caminaban la calle juntos. A Benavidez no le imponía demasiada conciencia al laburo. Si lo mandaban iba.
Por entonces se dio en nuestra geografía un operativo bastante grande de más de 100 kilos de la “blanca”, que fue cargada a un transporte de colectivos de larga distancia en Carlos Paz con rumbo a Mar del Plata y la interceptaron en la terminal de nuestra ciudad. Movieron mucha gente y entre otros allanamientos se picó la casa de un conocido cantor de tangos que se les “piro” en bicicleta, casi disfrazado de mendigo en plena madrugada.
Parte del desconocido anecdotario de nuestra aldea.
Creo que tampoco se declaró el real peso de la mercancía. En fin, no se había pedido la segunda cerveza cuando el Negro le dice a Norú: “¿Qué me contás de la blanca envenenada? Esto trae cola, serían cerca de cuarenta los finados… Me decían que la misma siguió un similar proceso que la efedrina hace tiempo ¡Eso te dice algo! Más, hay quienes apuntan a movimientos de gente del poder Quizás una venganza… un ajuste de cuentas, pero no descartés que pase como con los yanquis que tuvieron con el Fentamilo, más de setenta mil envenenados fallecidos y trataron de tapar gran parte”.
Norú, alejado de las fuerzas policiales hace tiempo. Sigue conociendo el paño. “En este contexto no se puede descartar nada, no me cierra que el movimiento provenga de hombres que deambulen en altos cargos… Lo seguro es que el gobierno en esta temática ya no podrá volver atrás. Se les fue de las manos. Lo que no sé si es bueno o malo. Rosario ya no estará solo en esa dimensión. Acordate”.
Benavidez que no había emitido palabra alguna, solo pedir “otro plato de maní” al mozo, miró a ambos y les preguntó: “por ejemplo, qué hubiese pasado si cuando ustedes ataron a las vías al hijo de puta de Bartolomé, lo dejaban que el tren le pasara por encima. Probablemente en Villa María más de uno de lo que distribuía se cagaba encima, como él, y ese mensaje corría a lo largo del país…”
Lo retaron porque ese análisis carecía de sustento fáctico. No obstante, me observaron y volvieron a contar lo que me narraron por los noventa.
Bartolomé vivía por la calle Sabattini, en las inmediaciones de donde terminaba en bulevar Italia. Casa pequeña, alejada de otras viviendas. A menos de cien metros de las vías y en las inmediaciones del tanque de OSN. El tipo era considerado en el ambiente como un “pesado”. Jodido. De armas llevar. Fue creciendo con la distribución. Hasta sumó a su empresa varios “Dealer” (dillers- repartidores). Ese ranchito era solo para no mostrar sus adelantos económicos. La casa en la que vivirían estaba siendo construida en el Barrio Palermo.
……
Promesa incumplida
Un miércoles a la mañana, una informante de los hombres de gorra de la Calle General Paz, les entrega un escrito de pocas líneas donde les decía que esa tarde Bartolomé recibiría una importante carga de cocaína. Lo llaman a Norú y al Negro para que manejen el operativo. Ambos lo querían tumbar como a un viejo estigma. Se les había escapado dos o tres veces, lo que le dio chapa de atrevido al narco. Rodean el precario inmueble y comienzan a espiar por una pequeña y desvencijada ventana. En la mesa se encontraba el hombre, su mujer y en una silla alta el bebito que apenas superaba el año y medio. Bartolomé tenía a su derecha un alto vaso espumoso de Fernet con coca, en el medio una pequeña balanza, y cientos de papeles brillosos. Pesaba, mientras su señora molía aspirinas que dejaba aparte y con notoria habilidad cerraba los ravioles. Algo paralizó a los dos espiadores que estaban observando los movimientos. Bartolomé, ponía su dedo índice en la boca, lo pasaba por la blanca mercancía e introducía en los labios de su hijito, el bebé abría grande su boca y sus ojos se dimensionaban, y los labiecitos no paraban de temblar. Quería saber si el corte de la merca estaba bien. Adormecía. Dos patadas y la puerta saltó con marco y todo. Cuando el traficante quiso darse cuenta y tomar su 9 mm, fue tarde. Los golpes en su cabeza y cuerpo lo desvanecieron. Otros agentes se encargaron de ella y el niño. El Norú quería seguir pegando. Tenía un chiquillo de esa edad. No lo podían detener. La operación había terminado cerca de las cinco de la mañana. Dejaron gente en la casa y salieron el detenido y ellos dos. Siguieron paralelos a las vías. Cerca de dónde hoy se encuentra el campus del Instituto Rivadavia. Bajaron a Batolomé que recién comenzaba a recuperar el sentido del tiempo y lugar. Lo acostaron sobre las vías. Uno lo sostenía de las piernas mientras el otro le ataba las manos a los rieles. Lo mismo pasó con las piernas. Lloraba a los gritos. Ofrecía dinero. Arreglos… La pregunta se repetía una y cien veces: “Quién te la da hijo de puta”. Llegó el momento en que el Negro le dijo, “basta, no hablés, a las siete pasa el tren… te van a enterrar en un cucurucho de helado”. Arrancaron el Fíat y se fueron. Eso pareció. Bartolomé gritaba: “Chanchi…Chanchi vení a buscarme… Mancoooooo, Mancoooo auxilio…” vivían en las cercanías. Aparecieron otros nombres hasta que la voz era un sonido gutural.
Quiso volver a hablar cuando observó a lo lejos una luz. Inmediatamente comprobó que las vías vibraban. El llanto fuerte lo convulsionaba y algo más.
——–
Sintió que una tenaza o algo parecido le cortaban los alambres. No podía ponerse de pie. El Negro lo tomó de los pelos. Cuando lo van cargar, le dice al Norú, “tráete un papel o yuyos, no se aguanta el olor, éste está cagado hasta nuca”
Ahí saltó Benavidez: “¡Y bueno, lo hubieran dejado que se encargara el tren… quién les dice que la historia no sería diferente! ¿Si hizo eso con su hijo, imagínense con otros chicos?”
El Negro y el Norú se miraron y guardaron silencio. No opinaron. Bartolomé fue unos meses a la cárcel… Pero aquello era parte de una historia que ya nunca volvería atrás…