Escribe: Julio C. Nieto – Un país cuenta con tres formas de financiamiento: impuestos, emisión monetaria (billetes) y deuda.
La deuda (interna o externa) siempre es un acto irresponsable, porque -como nos enseña el economista Alberto Benegas Lynch (h)- compromete el patrimonio de futuras generaciones que no participaron en el proceso electoral para elegir a las autoridades que contrajeron tal deuda.
La deuda no la pagan los políticos, quienes en su afán por gastar más de lo que ingresa (déficit), comprometen una vez más el patrimonio futuros de generaciones que deberían hacer frente (con impuestos) los pagos de tal obligación.
Un caso único
Existe un caso muy peculiar en nuestra historia que nos lleva a la década del 60 del siglo XIX, y que tiene como protagonista al último Ministro de Hacienda de la Confederación Argentina: Don Vicente del Castillo, el ministro que garantizó con su patrimonio las deudas del Estado, llegando a perder todos sus bienes.
La increíble anécdota nos las trae el notable historiador Isidoro J. Ruiz Moreno, quien en su trabajo: «La abnegación patriótica de un ministro», narra lo que hoy sería algo increíble.
Tras las batallas de Caseros (1852) y Cepeda (1859), se firmó el Pacto de San José de Flores (1860). Por aquellos años asumiría la presidencia el cordobés Santiago Derqui, quien tras Pavón (1861) declinó el mandato a su vice Juan Esteban Pedernera.
El país era un infierno económico y financiero. Sumaba meses de sueldos impagos, la emisión de billetes empeoró las cosas y había que responder a los acreedores que nos habían prestado dinero para la guerra.
Frente a tal situación, el entonces ministro Del Castillo, tuvo el gesto memorable de garantizar con sus bienes personales la deuda del Gobierno de la Confederación pidiendo un empréstito externo.
En la pobreza
Pero una vez caída la Confederación (1861), el gobierno subsiguiente hipotecó a su beneficio los bienes de Del Castillo dejando sin efecto, el pedido de protección firmado por la antigua Confederación.
Este hecho terminó por catapultar a quien había tenido el gesto patriótico de garantizar con sus bienes los empréstitos pedidos por el Estado a fin de afianzar sus mermas.
Del Castillo quedó sucumbido en la pobreza más extrema. Olvidado y abatido terminó sus días como maestro de escuela en Concepción del Uruguay, donde falleció en 1874.
La historia, esa “maestra de la vida” como la definía Cicerón, parece no haberle enseñado a nuestros gobernantes a ser responsables con ella.