(… Nadie está excepto que nos pase)
Corrió el plato hacia un costado, le dijo a Alicia, su esposa, que no tenía apetito. Miraba desde la ausencia la pantalla del televisor. Ella insistió preguntando que si le pasaba algo; volvió a responder que no. Sabía que no era el momento para contarle lo ocurrido. Tal vez nunca se lo diría, o sí… no iba a ser fácil.
Por: Miguel Andreis
Juan Carlos, con 38 recién cumplidos, siempre fue una persona ordenada en todos los sentidos. Cuidadoso en los sentimientos. Catorce años de casado, tres hijos, un trabajo en la órbita pública, que le permitió alcanzar objetivos básicos: un departamento en los monobloques de la Costanera, una familia, un vehículo, un buen pasar… Siempre estuvo convencido de que su vida no tenía sobresaltos, pero no se sentía un tipo aburrido. Todo lo contrario. Se definía como una persona fiel. ¿Lo había sido o seguía siéndolo? Miró una y otra vez a su mujer, le hubiera gustado sincerarse sobre lo que le pasaba. Temía que no lo entendiera. Siempre fue temeroso. Conocía los límites de ella y por nada haría una apuesta al todo o nada.
Al pasar una mano cerca de la nariz percibió ese olor tan particular de las flores de los cementerios. Fue cuando cargó dos coronas. Se las había lavado y muy bien, dos veces, con jabón. El olor persistía. Posiblemente fuera su mente la que percibía esas emanaciones. Temió que alguien lo hubiese visto tomar la manija del féretro. Se trató de un entierro con no demasiados dolientes y se animó a ser uno de los que llevaban el ataúd. La primera vez que lo hace. Los cementerios le generaban inhibiciones. Alicia no lo entendería. Estaba convencido de que no lo entendería. Lloró cuando se enteró del desenlace, y lloró esa noche en el velatorio. Lloró sin lágrimas. Lloró para su interior. Cuando Alicia estaba sirviendo el café deslizó: “Pobre, te acordás de Ana María, esa mujer docente que militaba en el radicalismo, y que supo trabajar con ustedes organizando el censo del ´96. El hermano tenía un negocio en la calle Buenos Aires al… (depuró un silencio), falleció antes de ayer. Una lástima, era joven todavía. Lo leí en las necrológicas”. Bebió un sorbo corto del humeante negro y preguntó: “¿¡Era soltera esa mujer, no!?”. A Juan un frío le corrió por el cuerpo. Asintió con la cabeza y balbuceó un tímido sí. Los recuerdos parecieron estar todos dentro de la taza. Todos. Apretó los párpados y un espiral de imágenes lo sacudió. Apenas habían pasado tres meses desde que lo llamara por teléfono a la oficina; tres meses del primer encuentro. De lo que sintió cuando compartiendo un café en la casa de ella le pusiera entre sus manos esos estudios médicos que no entendía, y el diagnóstico final de la biopsia: “carcinoma con metástasis ósea”. No interpretaba por qué lo había llamado justamente a él, si apenas se conocían. Con anterioridad no cruzaron más de cinco o seis charlas. Sin embargo, insistió que tenían que hablar. Viví llena de frustraciones… La voz de Ana María le rebotaba en su cabeza. “Mirá Juan Carlos, voy a ser tan franca como directa; ves estos estudios -y los dejó sobre la mesa-, todos indican que tengo muy poca sobrevida. Es un cáncer de los peores. No sé cuánto tiempo más podré razonar con cierta normalidad. Está a punto de tomarme el cerebro”. Y se reconstruyó mirando desorientado, preguntando: “¿Y yo en qué puedo ayudarte?”.
Ella continuó: “No me es simple… vos sabés que soy soltera… y aunque te parezca extraño, por diferentes motivos, primero porque debí quedarme al cuidado de mi madre hasta que falleció; posteriormente por una cuestión cultural, lo cierto es que nunca tuve relación sexual. Jamás sentí a un hombre en mis 43 años de vida. Fueron tantos los miedos, del juzgamiento de la sociedad. Así, llego a esta altura, frustrada por no haberme permitido determinada experiencias. Cuando te conocí pensé cómo sería estar con una persona como vos. Lo pensé una y otra vez. Llegué a obsesionarme. Estaba convencida de que jamás te lo podría decir, hasta que me entregaron el informe. No quiero despedirme sin saber lo que es un hombre y me gustaría que fueras vos”.
Juan Carlos aquella noche no durmió. Quedó de responderle al otro día. No había demasiado tiempo para decidirse. Sintió que era una infidelidad forzada pero no podía negarse. Ana no era una fea mujer. Todo lo contrario. Además, no podría llevar de por vida el peso de un último deseo insatisfecho. Arregló un supuesto viaje a La Carlota donde tienen una sucursal y esa noche se dispuso a cumplir lo pactado. Temió fracasar como hombre, luego se inquietó ante la posibilidad de lastimarla. Había perdido varios kilos. Tomó las precauciones que pudo. Ella disfrutó el dolor que mezclaban los latidos. Se lo dijo. Se asombró del placer que le despertó a él. Hacer el amor con alguien que, se sabe, pronto ya no estará, excitó de extraña manera a Juan. Durmieron abrazados. En el desayuno Ana María le confesó que ya no temía a lo que viniera. Fue la noche más trascendente de su existencia. …Contar lo que pasó entre los dos El volvió varias veces más. Charlaban mirándose a los ojos y se acostaban desnudos. Solamente había caricias. Eso ya no formaba parte del pacto. Hasta habría jurado que ambos estaban llenos de sueños parpadeantes. No podía explicarse dicho comportamiento, si siempre fue una persona feliz en su casa. Eso creyó.
Se tocó el bolsillo, allí estaba la carta que la sobrina de ella le entregó luego de la sepultura. La abrió en el baño, apenas un puñado de palabras en una letra de curiosa simetría. Le expresaba, si lo consideraba necesario, que le contase a su esposa. Este pedido encerraba una trascendencia diferente.
Juan estaba seguro que él no se bancaría que su mujer hubiese complacido a un hombre porque ese era su último deseo. No se lo perdonaría. Le transpiraba el cuerpo a pesar del frío. Se trataba de dos deseos diferentes, no era lo mismo. ¿Por qué tuvo que pedirle justo eso, por qué a él? ¿Y si dicho sinceramiento despertaba en Alicia la posibilidad de buscar sus propias sensaciones? Nunca entendería este segundo pedido. No lo entendía pero… Se asomó a la ventana y vio las luces del Balneario que se ensanchan en la humedad de sus ojos. Regresó a la cocina, su esposa había terminado de limpiar. Se sentó, la llamó, estaba dispuesto a vencer su consecuente temor. Ana llegó sonriendo, como siempre. Cuando estaba dispuesto a desovillar la verdad… Intentó hilvanar la frase inicial, extrañamente, había perdido la voz…