Por: Miguel Andreis
Doña Antonia fue uno de los grandes enigmas que se metieron en mi interior en plena niñez. Continúa intacto. No es mucho lo que sé de ella. Por ejemplo que llegó a la ciudad proveniente de un pequeño poblado llamado Saturnino María Laspiur. Tenía tres hijos. El esposo trabajaba de peón en el campo. Venía dos o tres veces al año.
Untada de misterios
Todos los vecinos sabíamos que esos niños tenían una gran resistencia al hambre. Nunca les faltó ropa ni alimento. Si no era un plato de un lado de la cuadra, arribaba una sopa de otro. Los chicos tenían cuerpo de pobres. Cuerpos que todas las ropas le calzan. Ella cosía para afuera, armaba ruedos, ponía cierres… por ahí algún domingo ofrecía empanadas al horno de pan.
No era el poder de sobrevivencia lo que me llamaba la atención. Esa mujer de años inciertos y huesos queriendo salirle de la piel, con párpados que exponían un pequeño tic, (lo que hacía difícil saber con exactitud dónde miraba), estaba untada de misterios. Extraña y silenciosa.
En la esquina se encontraba la carnicería del “chiquito”, allí, en el hueco de la cuneta se había instalado un cusco que solía pasar con los carros areneros. Fue mordido por otros y mal herido ya no pudo moverse. Se guareció en ese caño. Le acercábamos agua y comida. El “chiquito” a la noche le arrojaba unos huesos. Un día salió, caminó unos pasos y se metió entre la rueda de bandoleros que estábamos tramando vaya a saber qué acto de destrucción, bajo el tenue foquito que se bamboleaba en la esquina. Desde entonces fue uno más de la barra. Lo apodamos “rengo”.
Ninguna de las madres de mis amigos trabajaba fuera de su casa. Tampoco la mía. En casi todas ellas había un tema en común: las plantas. Nos solían mandar a buscar tierra de las costas del río que nos quedaba bastante cerca.
El podar la parra, injertar plantas, o extraer retoños para crear una nueva, precisaba de conocimiento y, sobretodo, “mano”. Mucha mano. No cualquiera lo puede hacer por más que tenga el saber teórico de las técnicas. Hoy se dice que receptan las vibraciones que tenemos las personas. Una vibración negativa garantizaba el fracaso del injerto o trasplante.
Todos recurrían a Antonia
Ella nunca fallaba. Las podía pasar de la tierra a las macetas; de macetas a macetas, injertar, plantar retoños, si podaba la parra seguramente que ese verano tendríamos uvas. Jamás a nadie se le secó una planta si la tocaba esa extraña dama. Claro que además curaba el empacho, el hígado y las quemaduras. Espantaba el ardor, decía. He visto madres con sus hijos deshechos en llantos y su cruz sobre la herida con palabras murmuradas en baja voz oficiaban de anestesia. Ya no lloraban.
Una tarde el “rengo”, que era de todos, se vistió de guapo para cuidar su territorio y les mostró los dientes a dos cruzas enormes que andaban de paso por el barrio. Cimarrones experimentados a la hora de clavar los colmillos. Lo desflecaron a mordiscos. Le pusimos Yodo y alguna crema. Lo que teníamos a mano.
Las moscas bosteras, verdes y cargosas, pudieron más. Lo llenaron de queresas. Los huevos en horas se volvieron repugnantes gusanos con formatos de arroz que se multiplicaban ante nuestros ojos. Uno de los hijos llamó a Antonia. Se agachó sobre el animal herido. Qué hizo, no lo sé, la vimos persignarse, algo así como rezar entre lengua, y pasarle un palo de higuera tres veces en forma de cruz sobre las heridas agusanadas. Le acarició la cabeza y se fue. A la hora debimos suspender la cabeceada en la esquina. El “enano” enloquecido nos llamaba a los gritos. Estaba de pie junto al “rengo”, como paralizado. Todos vimos de la manera que casi a puñados se caían los gusanos. Muertos rodaban. Como si lo hubiese rociado con el líquido más letal. Observábamos la carne roja. En menos de una semana el agujero casi había desaparecido. Cicatrizó.
Las ramas
Doña Antonia siguió injertando plantas. Pasándolas de un lado a otro. Ya adolescente me enteré que los 21 de septiembre les enseñaba a las mujeres cómo cuidar las plantas; y que el 31 de diciembre trasmitía sus conocimientos sobre la cura de empachos, quemaduras, parásitos, etcétera. Ahh, las bicheras.
Qué hace que una persona tenga esos “dones” nunca me lo pude explicar. Ni hubo quién me lo explicara. Lo que ella no hablaba con las personas lo hacía con las plantas. Algunas, ya a punto de la sequedad total, las llevaba a su casa y allí recobraban vida. Una “médica” de plantas con manos mágicas.
Mi madre sintió mucho el fallecimiento de Antonia. Todos los sentimos. Cada vez que iba al cementerio le llevaba unas calas. En su nicho siempre había flores como pintadas, vivas, de colores intensos. Nunca nadie pudo explicarse porque allí, en esos precarios floreros, los capullos no morían… se perpetuaban por meses. El estigma de Doña Antonia, aún hoy, a muchos años, pero muchos… Me sigue persiguiendo, sigo preguntándome qué extraño misterio guardaba ella y las plantas… ellas y aquellas situaciones que nos quedaron debiendo las respuestas.
Está sepultada en el cementerio local, hay que tomar el pasillo recto, en la tercera entrada a la derecha donde existe una pequeña galería. Oscura. Sin sol. Allí está. Inexplicablemente su viejo cajón se llenó de ramas y hojas verdes de extraño formato. Ramas que toman todo el nicho. Ramas que atraviesan la lápida. Afirma el sepulturero que jamás vio una cosa así… jamás.